miércoles, 30 de octubre de 2019

Por los pelos (I)

Todo empezó cuando tenía 7 u 8 años. O al menos, mis primeros recuerdos al respecto son de aquellas fechas. En mi clase del colegio, todo chicos como ocurría en los colegios religiosos en los años 70, tenía un compañero que lucía siempre una perfecta melenita a la altura del mentón, rematada con un impecable flequillo recto a la altura casi de los ojos. No me llamó en exceso la atención hasta que un día apareció en clase con la melena reducida a la mitad, y el flequillo igual de recto, pero por encima de las cejas. No era nada de atracción sexual, con esa edad y en aquellos tiempos ni sabíamos lo que era aquello. Lo que sí sabía es que aquello me gustaba, me veía inconscientemente forzado a mirarle una y otra vez...

Pasó el tiempo, y con 12 años era yo el que lucía la melenita. En mi caso, era una forma como otra cualquiera de disimular mis orejas de soplillo heredadas de mi abuelo. No me llevaban muy a menudo a la peluquería, y cuando iba, siendo conocedor mi padre de mi complejo, dejaba que casi ni me lo cortaran. Un día tenía delante mío a otro crío, un par de años más joven, con una melena mayor que la mía. Tenía cara de mala hostia, supongo porque sabía lo que se le venía encima. Efectivamente, su padre dio instrucciones al peluquero para que le hiciera un corte "de hombre". Y el pelo del chaval empezó a caer, y caer...su poblado flequillo se vió echado a un lado con una marcada raya, su nuca apurada con una de esas maqunillas manuales de rapar...afortunadamente mi padre no vio aquello, no fuera que cogiera ideas.

Poco más tarde me independicé de peluquería. Le dije a mi padre que quería cambiar, que quería ir a una donde iba un buen amigo mío. Por primera vez salí del redil, y podía decirle al peluquero cómo quería mi corte. Y recuerdo que, cuando me tocó la vez, el peluquero, un tipo mayor, con su cigarrillo en la boca, en vez de preguntarme cómo lo quería, me sugiró..."entresacar y lo dejamos a media oreja?". No era la idea que tenía, pero por primera vez sentí una sensación que me acompañaría en muchas ocasiones más adelante, y no fue otra que la de sentirme como atado de pies y manos cuando lo único que recorría mi cuerpo era la típica capa de barbero, ese morbo sugestionado de quedarte en manos de un extraño que pudiera hacer lo que le diera la gana con sus tijeras...los nervios me llevaron a aceptar la propuesta sin rechistar. Fue la única palabra que pronuncié ese día: .

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