viernes, 1 de noviembre de 2019

Por los pelos (III)

A partir de ese momento empezó mi peregrinación por las peluquerías de caballeros de la ciudad. Era consciente del morbo que me producía el entrar a sitios desconocidos "a ver qué me hacen". Empecé a darle menos importancia al largo de mi cabello y más a la placentera sensación pseudomasoquista de verse dominado por un desconocido, atado a una silla de barbero con una simple capa. Esos instantes antes de decidirme a entrar a un sitio nuevo, esos paseos por delante de la puerta intentando recabar información del peluquero, edad, aspecto...la adrenalina se disparaba.

Siempre elegía sitios en las que el peluquero fuera un señor mayor. En los años 80 apenas había peluquerías masculinas regentadas por mujeres, y los chavales jóvenes no me daban tanto morbo. Normalmente, si me gustaba, repetía lugar, hasta que me aburría y cambiaba. Casi siempre, a la típica pregunta mayestática de "qué, cómo lo cortamos?" respondía con un ambiguo "quíteme bastante, sobre todo de atrás y los lados". En muchos casos ahí se acaba la conversación, y empezaba el morbo. Era sobre todo enorme cuando el peluquero giraba el sillón y te colocaba de espaldas al espejo, sin poder ver lo que te estaba haciendo. Con 17 años me topé con uno así. La peluquería de aspecto más descuidado y viejo que había visto en mi vida, con un tipo al frente que aparentaba no solo estar al borde de la jubilación, sino de llevar tiempo en ella. De hecho, días después de aquella experiencia el sitio cerró. Pasaba por allí a menudo, y me llamaba la atención desde fuera. Barbero de bata blanca, pelo blanco, bigote cuidado y cigarrillo en la boca. Casi nunca veía clientes, y un día me decidí a probar. Me costó más de un cuarto de hora decidirme rondando por el local, yo creo que el tipo tuvo que verme seguro. Por fin hice de tripas corazón y me decidí a empujar la vetusta puerta de madera acristalada de aquella barbería.

De cerca el tipo parecía más viejo aún. Me miró de arriba a abajo con esa mezcla de curiosidad e inquietud que les produce a los barberos ya entrados en edad cuando entra un nuevo cliente, y más si es jovencito y va solo. Me invitó a sentarme, me acomdó la capa, se encendió un cigarrillo y preguntó..."qué, quitamos bastante, no?" El plural mayestático no podía faltar. Y, de repente, me entró la inquietud...yo iba dispuesto a decirle algo parecido, pero claro, él ya se me había adelantado...qué significaría para este buen hombre la palabra "bastante"? Dudé un par de segundos, y mi respuesta fue un tímido "sí, bastante". No volví a cruzar una palabra más con él hasta el final. Apuró el cigarrillo que se estaba fumando, y directamente se encendió otro. Cuando ya estaba preparado para sufrir ante el espejo, antes de dar el primer tijeretazo giró el sillón y me puso mirando a la calle. Y empezó a cortar...y a cortar...la adrenalina se disparó, y la excitación también. No se el tiempo que pasó, pero se me hizo eterno, estuve a punto de correrme, no de gusto, sino de angustia...no se cómo explicarlo. ahí me di cuenta de la enorme similitud que había en una situación así y lo que ahora conocemos como bondage. Esa situación de estar indefenso, con las manos atadas (aunque no fuera mi caso) sin poder moverte (obviamente tampoco) me otorgaba una situación de placer onanista que hubiera podido llegar al orgasmo de no haberme reprimido por vergüenza. Tuve la sensación de que iba a salir de allí con la cabeza rapada, pero no me importó, el subidón lo justificaba todo.

Poco antes de terminar, por fin me giró hacia el espejo...una sensación de alivio moderado recorrió mi cuerpo, ya que si bien había cortado con esmero los laterales y la parte de atrás, por arriba me lo dejó lo suficientemente largo para trazarme una raya a un lado casi con escuadra y cartabón, rematando el peinado con un buen puñado de Patrico que hacía que pareciera que me había lamido la cabeza una vaca. Pero de las gordas.

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