viernes, 8 de noviembre de 2019

Por los pelos (IV)

Pero obviamente, mi obsesión, o como llaman algunos erróneamente ''desviación sexual'' con el pelo no se quedaba en el mío propio, sino que, por supuesto, tenía a las mujeres como protagonistas. Desde muy crío me han encantado las chicas con el pelo corto. De chaval era difícil conocer a alguna de tu edad así, el término marimacho estaba todavía muy de moda para cualquier actitud supuestamente masculina por parte de una fémina, pero en los años 80 la moda se volvió ecléctica, veías cardados gigantes junto a cortes muy masculinos. Siempre que pasaba por delante de una peluqiería de mujeres ralentizaba mi paso para mirar dentro, a ver si por un casual veía algún corte traumático de alguna chavala, pero nunca se dio el caso.

Entre mis gustos están los cambios de look, cuanto mayores, más excitantes. Encontrarme con una amiga de las de melena de siempre con un corte de pelo por el mentón hacía que se me pusiera dura. Un simple cambio de lado de la raya del pelo ya me excitaba. O un flequillo donde antes había una frente despejada. Y ya un corte "a lo chico" me provocaba tener que ir a casa a cambiarme de pantalones. Eran épocas en las que no existía internet, por lo que la posibilidad de acceder a visualizar cualquiera de mis pretensiones era ínfima. Recuerdo que había una peluquería en un centro comercial que proyectaba vídeos en un monitor en el escaparate. Muchas veces me iba allí y me quedaba disimulando enfrente, viendo aquellas imágenes de cortes de pelo femeninos, casi siempre nimios, pero en alguna ocasión pillabas alguna melena que acababa por los suelos.

Por otro lado, seguía probando nuevas peluquerías, y mis cortes eran cada vez más cortos. comenzaron a verse las promeras peluquerías de caballeros regentadas por mujeres, casi siempre chavalitas recién salidas de la academia, lo cual incentivaba más mi morbo por la supuesta inexperiencia y los errores que pudieran cometer sobre mi cabeza. Y más de uno se produjo...

sábado, 2 de noviembre de 2019

Por los pelos (IV)

Después de aquella experiencia cercana al surrealismo, pensé que ninguna otra podría superarla, pero no pasó mucho tiempo para lograrlo. Cambiaba de peluquería prácticamente cada corte, no repetía, quería ir experimentando, y si en algún sitio me gustaba sobremanera, repetía, pero no era lo habitual. Un buen día entré a una pequeña barbería situada el las afueras de la ciudad, que regentaba un señor de bigotazo tremendo. No frecuentaba la zona, por lo que era completamente nueva para mí. Y este dato es importante, porque al entrar me saludó efusivo, en plan "Buenos días, qué tal estamos?". Se me hizo raro, la verdad. Quizás era un tipo simpático que sabía ganarse la clientela. Me invitó a sentarme, me puso el protector del cuello y la capa, y la siguiente frase que pronunció fue lapidaria: "qué, lo dejamos como siempre?" ¿Como siempre? Si era la primera vez que entraba! Lo normal es que en ese momento le hubiera sacado de su error, pero el morbo de nuevo pudo mucho más. O quizás la falta de tiempo para pensar una respuesta para salir airoso de la situación...el caso es que lo único que salió por mi boca fue un tímido "sí, como siempre".

Cuando vi que lo primero que hacía era agarrar la maquinilla eléctrica entré en pánico. ¿Y si el tipo con el que me confunde está acostumbrado a raparse al cero? Aquel pensamiento hizo que subiera la dosis de morbo. Empezó a rapar por atrás y por los lados, pero afortunadamente para mí en aquel momento, lo hacía con una guarda que no hacía clarear la cabeza. Luego pasó a la parte de arriba ya con peine y tijera, y si bien es cierto que me lo cortó más de lo que me lo habían cortado hasta entonces, no llegó a extremos mayores. Eso sí, la erección duró lo que duró mi estancia en aquel sillón. Ya en casa di rienda suelta a toda la adrenalina contenida.

viernes, 1 de noviembre de 2019

Por los pelos (III)

A partir de ese momento empezó mi peregrinación por las peluquerías de caballeros de la ciudad. Era consciente del morbo que me producía el entrar a sitios desconocidos "a ver qué me hacen". Empecé a darle menos importancia al largo de mi cabello y más a la placentera sensación pseudomasoquista de verse dominado por un desconocido, atado a una silla de barbero con una simple capa. Esos instantes antes de decidirme a entrar a un sitio nuevo, esos paseos por delante de la puerta intentando recabar información del peluquero, edad, aspecto...la adrenalina se disparaba.

Siempre elegía sitios en las que el peluquero fuera un señor mayor. En los años 80 apenas había peluquerías masculinas regentadas por mujeres, y los chavales jóvenes no me daban tanto morbo. Normalmente, si me gustaba, repetía lugar, hasta que me aburría y cambiaba. Casi siempre, a la típica pregunta mayestática de "qué, cómo lo cortamos?" respondía con un ambiguo "quíteme bastante, sobre todo de atrás y los lados". En muchos casos ahí se acaba la conversación, y empezaba el morbo. Era sobre todo enorme cuando el peluquero giraba el sillón y te colocaba de espaldas al espejo, sin poder ver lo que te estaba haciendo. Con 17 años me topé con uno así. La peluquería de aspecto más descuidado y viejo que había visto en mi vida, con un tipo al frente que aparentaba no solo estar al borde de la jubilación, sino de llevar tiempo en ella. De hecho, días después de aquella experiencia el sitio cerró. Pasaba por allí a menudo, y me llamaba la atención desde fuera. Barbero de bata blanca, pelo blanco, bigote cuidado y cigarrillo en la boca. Casi nunca veía clientes, y un día me decidí a probar. Me costó más de un cuarto de hora decidirme rondando por el local, yo creo que el tipo tuvo que verme seguro. Por fin hice de tripas corazón y me decidí a empujar la vetusta puerta de madera acristalada de aquella barbería.

De cerca el tipo parecía más viejo aún. Me miró de arriba a abajo con esa mezcla de curiosidad e inquietud que les produce a los barberos ya entrados en edad cuando entra un nuevo cliente, y más si es jovencito y va solo. Me invitó a sentarme, me acomdó la capa, se encendió un cigarrillo y preguntó..."qué, quitamos bastante, no?" El plural mayestático no podía faltar. Y, de repente, me entró la inquietud...yo iba dispuesto a decirle algo parecido, pero claro, él ya se me había adelantado...qué significaría para este buen hombre la palabra "bastante"? Dudé un par de segundos, y mi respuesta fue un tímido "sí, bastante". No volví a cruzar una palabra más con él hasta el final. Apuró el cigarrillo que se estaba fumando, y directamente se encendió otro. Cuando ya estaba preparado para sufrir ante el espejo, antes de dar el primer tijeretazo giró el sillón y me puso mirando a la calle. Y empezó a cortar...y a cortar...la adrenalina se disparó, y la excitación también. No se el tiempo que pasó, pero se me hizo eterno, estuve a punto de correrme, no de gusto, sino de angustia...no se cómo explicarlo. ahí me di cuenta de la enorme similitud que había en una situación así y lo que ahora conocemos como bondage. Esa situación de estar indefenso, con las manos atadas (aunque no fuera mi caso) sin poder moverte (obviamente tampoco) me otorgaba una situación de placer onanista que hubiera podido llegar al orgasmo de no haberme reprimido por vergüenza. Tuve la sensación de que iba a salir de allí con la cabeza rapada, pero no me importó, el subidón lo justificaba todo.

Poco antes de terminar, por fin me giró hacia el espejo...una sensación de alivio moderado recorrió mi cuerpo, ya que si bien había cortado con esmero los laterales y la parte de atrás, por arriba me lo dejó lo suficientemente largo para trazarme una raya a un lado casi con escuadra y cartabón, rematando el peinado con un buen puñado de Patrico que hacía que pareciera que me había lamido la cabeza una vaca. Pero de las gordas.

jueves, 31 de octubre de 2019

Por los pelos (II)

Con la llegada de la pubertad comprendí que todo aquello tenía un transfondo sexual. Iba por la calle y, cada vez que pasaba por una peluquería, masculina o femenina, ralentizaba el paso y me quedaba mirando, supongo que en busca de alguna escena radical de cambio de look que nunca llegué a pillar. Comprendí que, si me fijaba en las peluquerías masculinas, o en los chavales de mi edad, lo hacía intentando ponerme en su lugar, intentando averiguar las sensaciones de que un buen día te acostaras con melenita y al día siguiente un señor con pelo blanco te dejara casi como para hacer la mili.

Yo tenía el trauma de mis soplillos. Hasta que un día de verano, en la piscina, una amiga me dijo, al verme con el pelo mojado y retirado hacia atrás, que porqué no me lo cortaba más corto, que me quedaría bien. Y como me hacía tilín la chavala, un día me animé y le dije al peluquero, que seguía siendo el mismo que me redijo el corte a media oreja, que me las dejara al descubierto. Tengo un recuerdo vago, pero juraría que sonrió complacido...

Un buen día encontré en mi casa una especie de peine con cuchillas incrustadas a modo de sandwich entre las púas, que supongo que les tocaría a mis padres en alguna tómbola o algo parecido. Se me ocurrió pasármelo por mi poblada y peluda cabeza y....rrrrassss! Un mechón de mi cabello recién cortado se quedó enganchado en el peine. Mi primera sensación fue de apuro, pero automáticamente mi entrepierna me sugirió que aquello me había encantado. Creo que es de la primera vez que tengo recuerdos de morbo. Depensar que había hecho una chapuza pasé a excitarme pensando en qué pasaría si siguiera cortando, eso sí con más cuidado y mesura...ni que decir tiene que aquella experiencia acabó manchando la parte delantera del calzoncillo sin siquiera acercar mi mano. Cortaba con cuidado, mirando en cada pasada que no se notara, pero cometí un error, que fue el pasármelo por detrás, a ciegas. Y en mi siguiente visita al peluquero, nada más sentarme en el sillón me preguntó que quién me había hecho esa chapuza, que donde me había cortado el pelo la última vez. Le dije que allí, y obviamente el tipo se rebotó diciendo que ellos no hacían semejantes desastres. Fue mi última visita a ese local...

miércoles, 30 de octubre de 2019

Por los pelos (I)

Todo empezó cuando tenía 7 u 8 años. O al menos, mis primeros recuerdos al respecto son de aquellas fechas. En mi clase del colegio, todo chicos como ocurría en los colegios religiosos en los años 70, tenía un compañero que lucía siempre una perfecta melenita a la altura del mentón, rematada con un impecable flequillo recto a la altura casi de los ojos. No me llamó en exceso la atención hasta que un día apareció en clase con la melena reducida a la mitad, y el flequillo igual de recto, pero por encima de las cejas. No era nada de atracción sexual, con esa edad y en aquellos tiempos ni sabíamos lo que era aquello. Lo que sí sabía es que aquello me gustaba, me veía inconscientemente forzado a mirarle una y otra vez...

Pasó el tiempo, y con 12 años era yo el que lucía la melenita. En mi caso, era una forma como otra cualquiera de disimular mis orejas de soplillo heredadas de mi abuelo. No me llevaban muy a menudo a la peluquería, y cuando iba, siendo conocedor mi padre de mi complejo, dejaba que casi ni me lo cortaran. Un día tenía delante mío a otro crío, un par de años más joven, con una melena mayor que la mía. Tenía cara de mala hostia, supongo porque sabía lo que se le venía encima. Efectivamente, su padre dio instrucciones al peluquero para que le hiciera un corte "de hombre". Y el pelo del chaval empezó a caer, y caer...su poblado flequillo se vió echado a un lado con una marcada raya, su nuca apurada con una de esas maqunillas manuales de rapar...afortunadamente mi padre no vio aquello, no fuera que cogiera ideas.

Poco más tarde me independicé de peluquería. Le dije a mi padre que quería cambiar, que quería ir a una donde iba un buen amigo mío. Por primera vez salí del redil, y podía decirle al peluquero cómo quería mi corte. Y recuerdo que, cuando me tocó la vez, el peluquero, un tipo mayor, con su cigarrillo en la boca, en vez de preguntarme cómo lo quería, me sugiró..."entresacar y lo dejamos a media oreja?". No era la idea que tenía, pero por primera vez sentí una sensación que me acompañaría en muchas ocasiones más adelante, y no fue otra que la de sentirme como atado de pies y manos cuando lo único que recorría mi cuerpo era la típica capa de barbero, ese morbo sugestionado de quedarte en manos de un extraño que pudiera hacer lo que le diera la gana con sus tijeras...los nervios me llevaron a aceptar la propuesta sin rechistar. Fue la única palabra que pronuncié ese día: .